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Iqueña buscó la muerte con el asta de nuestra bandera peruana. Este 20 de Noviembre se cumplen 135 años del sacrificio heroico de Catalina Buendía de Pecho, quien se convirtió en una de las más grandes heroínas de la guerra con Chile, su hazaña es digna de una trabajadora del pueblo.
Una mujer negra, joven, bella, una excepcional estatua de ébano de San José de los Molinos (Ica). Una mujer que jamás se limitó a su condición de digna esposa y de madre ejemplar, tampoco hizo lo que suelen hacer las damas limeñas frívolas de todos los tiempos: no incurrió en la fatuidad de consagrarse exclusivamente al cultivo de su belleza y arreglo personal.
¡VIVA LA MUJER PERUANA, VALIENTE Y AGUERRIDA! ¡!QUE VIVA ICA!!
Como siempre, la Historia Oficial acepta con desgano o regañadientes a Catalina Buendía de Pecho como una gran heroína de la guerra con Chile, condenándola a ser, como otros personajes populares, una desconocida, un ente aislado, borroso y desprendido del conjunto histórico de la patria.
¿Por qué hasta la fecha no se le rinde los honores que se merece? ¿Por ser una mujer negra, su sacrificio no tiene el mismo valor que nuestros héroes de la guerra con Chile? ¿Una historia falsa que excluye a sectores a sectores populares de diversas clases sociales y grupos étnicos?
Su actividad principal se desarrolló en la agricultura, produciendo algodón, los ricos pallares y las deliciosas uvas. Pero, hizo algo más. Cuando los chilenos invadieron nuestro país durante la Guerra del Pacífico, de 1879 a 1883, lideró la insurrección en defensa de la patria, arengó de valor a los patriotas iqueños, y con su propio recurso y armas improvisadas, se atrincheró con sus huestes en el cerro Los Molinos- aproximadamente a 12 kilómetros hacia el norte de ka cuidad de de Ica- y ofreció una valerosa y épica resistencia a los invasores chilenos, jamás igualada, en la historia de la patria.
Para las hordas invasoras chilenas el camino obligado a la sierra era a través de San José de los Molinos -no había otra alternativa-, un pacífico pueblo del valle iqueño, al borde del río del mismo nombre, peldaño de una alta montaña que denota cercanía a la cadena andina. Nuestros enemigos no tenían otra disyuntiva, ni contaban con la astucia y resistencia organizada de la valerosa Catalina Buendía.
La negra conocía el terreno como la palma de su mano, por eso rengaba de valor a los pocos hombres, ancianos, mujeres y niños que quedaban en el pueblo, que henchidos de un fervoroso sentido de patria, lograron constituir un maltrecho ejército débilmente apertrechado, donde la única fuerza que existía era una indeclinable fé en el triunfo.
Los iqueños posesionados del único baluarte disponible: el cerro «Los Molinos» -desde donde podía dominarse la policromanía de toda la campiña-, aguardaban con energía y valor la aparición de la fuerte gendarmería enemiga, que ya anunciaba a las puertas del pueblo, el correo secreto de los campesinos iqueños.
Ni un solo campesino dejó de poder el hombro, todos trabajaban infatigablemente día y noche a las órdenes de Catalina Buendía de Pecho, hasta sudar la última gota, sin duda ni murmuraciones, la querían y respetaban por ser una mujer de contextura alta, musculosa, aceitunada e imponente. Una recia morena, más hecha para las acciones varoniles y rudas que para las femeninas y domésticas. Ella, descalza, sudorosa, con el pecho casi descubierto corría de un lugar a otro inyectando valor e instruyendo manejo de armas, comprobando, ayudando a esa gran tarea de defensa bélica, que tenía absorbido a su pueblo.
Los hombres construían fortines, abrían zanjas, improvisaban catapultas y se distribuían puestos de combate. Las mujeres cargaban palos, herramientas, arena para la ruma de costales de la línea principal de resistencia, y los niños llevaban en las limetas de vientre ancho y cuello corto la refrescante “chicha de jora” que calmaría la abrazadora sed del mediodía.
En efecto, todo era un loquerío de ansiedad y angustia en el pecho de los molinenses. Parapetados, dispuestos a escribir una nueva y gloriosa historia de sangre, como se había escrito en el Morro de Arica, defendiendo la patria herida, mutilada e invadida. Es así, que el 20 de noviembre de 1883 antes que el sol coronase el cenit, las tremendas nubes de una inigualable polvareda nunca antes vista y el toque de guerra de una corneta precedieron la irrupción del ejercito rojiazul de los sureños. Su caballería venía a la vanguardia haciendo cabriolear sus briosos caballos, mientras la infantería y la artillería ligera seguían su camino en ordenada marcha. Solo la presencia de tan bien equipado destacamento – y esto lo sabían los propios chilenos – servía para atemorizar cualquier intento de rechazo u oposición del pueblo – menos a este pequeño contrafuerte, que servía de vigía y cuidaba el acceso al pueblo -, los invasores se ufanaban de su impresionismo militar, del poderío arrollador. Por ende, siempre arrollaban y forzaban a los campesinos del lugar a la entrega de la Plaza de Armas o a ser acribillados.
Cuál no sería la sorpresa para el enemigo cuando, al penetrar a Los Molinos, los recibió una impresionante lluvia de piedras provenientes del cerro, una descarga brusca de la escopetería y el tumultuoso empuje de una masa afiebrada, descontroló por completo a la caballería que se desbocó furiosa tumbando a sus jinetes, pisoteándolos varias veces e impidiendo que los infantes y artilleros pudiesen emplazarse convenientemente. Sobre este caos se abalanzó los combatientes iqueños en un ataque suicida, rematando a machete, cuchillo, palo y un cuerpo a cuerpo a los invasores. Se produjo innumerables bajas que los obligó a retroceder, para volver con más fuerza al ataque. Cuando esto acontecía, Catalina Buendía que como leona luchaba contra el enemigo, tomó la bandera peruana y trepando hasta la cima del promontorio y ante el júbilo del pueblo grito: ¡NO PASARAN! ¡VIVA EL PERU!
Después de este valeroso episodio de patriotismo demostrado por la resistencia, la historia reseña de una vil traición que estos sufrieron por parte de un avaro poblador del lugar de ascendencia china de nombre Chang Joo, quien se vendió ante los chilenos alcanzándoles subrepticiamente, y protegido por la oscuridad de la noche información sobre la exacta ubicación de los patriotas iqueños, la forma de llegar hacia ellos por la retaguardia y por sorpresa. Hecho que se consumó, causando una sangrienta y dolorosa derrota para los nuestros a pesar del valor demostrado, que al verse ya perdidos apareció nítidamente la figura de Catalina Buendía tratando de evitar una mayor hecatombe, salió adelante, portando una bandera blanca que resaltaba en la mancha nocturna, gritó: ¡PAZ! ¡QUEREMOS PAZ HONROSA! ¡NO MÁS SANGRE!
Entre la polvareda y las balas, se vio descender del altozano a una robusta figura enfaldada portando la bandera neutral, que poco a poco fue identificándose mejor. Era de una mujer, la de Catalina Buendía, llegaba con el traje rasgado, los senos descubiertos y zangoloteantes, el rostro surcado de heridas y sudor. Ante la expectación de ambos bandos, que habían detenido ya el combate, llegó hasta el pie del monte y dirigiéndose al que supuso ser el jefe de la tropa enemiga, habló en tono claro y sentencioso: “Señor, mi pueblo ha comprendido que seguir resistiendo a vuestras armas es sacrificio inútil. Y aunque no teme a dicho sacrificio quiere pedirle una paz honrosa en que les asegure respeto a sus gentes. Así guardaremos con honor nuestras vidas y vosotros evitareis algunas perdidas. No olvides señor, que no hay enemigo chico”.
De inmediato el jefe de las tropas chilenas, contesto “Sabia es mujer la decisión de tu pueblo, y aunque vuestra situación de vencidos no da derecho a condiciones, te probaré cuan nobles somos como vencedores. Di a tu pueblo que baje del Cerrillo en paz, que sus derechos les serán respetados”. A una señal de Catalina Buendía, confiados comenzaron a bajar de la cumbre todo ese castigado conjunto de valientes hombres, con las armas en alto y los cuerpos heridos, fueron congregándose a unos metros de la espalda de su emisario y frente al estado mayor del destacamento enemigo, depositaron sus armas en el suelo en prueba de sumisión. Cuando el último de ellos había dejado caer la suya, la voz del jefe chileno resonó dirigiéndose a sus hombre: “Chilenos, la fuerza es el derecho de los pueblos: la muerte, a lo que los pueblos débiles tienen derecho. Enseñad a esta gente como debieron conquistar el suyo”.
Apagada apenas su palabra, una ráfaga de metralleta barrio con los exhaustos cuerpos de los combatientes, que inermes ya, nada pudieron hacer por repeler el fuego. Concluido el ataque a mansalva, el comandante chileno volvió a dirigirse a la enviada diciéndole:” Solo los emisarios de paz, tienen derecho a que se les respete la vida. Di si volvéis a tu cerro o te rendís incondicionalmente”. Catalina Buendía, disimulando el dolor que le había producido la asquerosa felonía, bajó los ojos aparentando acatamiento y resignadamente, contestó: “Señor, tu poder es grande y cierto, error de vuestro pueblo fue osar desafiarte. Reconocemos tu superioridad, tu valor y el valor de tu gente. Ello nos obliga a rendirte tributo y quiero que me permitas ofrecerte el mío”. El chileno contesto:” Habla, pero no olvides que una traición te costará la vida”.
Catalina Buendía: “Señor, ya te dije que tu poder me ha conmovido hondo, lo único que quiero es ofrecerte la “chicha de la victoria”, que preparé para mis hombres pensando en el triunfo. Pero el triunfo es vuestro, es de vuestra grandeza. Beba pues señor, nuestro humilde tributo, que bien te corresponde”. Y cogiendo entre sus manos una gorda limeta con la sagrada “chicha de jora”, Catalina avanzó hasta el adalid chileno y postrándose casi se la ofreció reverente. Este con astucia y la desconfianza que los rendidos elogios de la mujer no había podido del todo borrar, pero comprometido al mismo tiempo con ellos y con los ojos de sus hombres que le acechaban, dijo, temiendo que la bebida estuviese envenenada: “Te agradezco el presente hermosa mujer, pero ya que me lo ofrecéis deseo compartirlo contigo. Tu bebe primer la “Chicha de jora”, para acompañarte luego de tu generoso brindis”.
Imperturbable y serena Catalina Buendía, cogió la “chicha de jora” – en verdad envenenada con las semillas de la fruta piñón, para diezmar al enemigo – y diciendo: “Con voz señor, por vuestra gloria”, la apuró tranquilamente y secando el pico del objeto con sus manos la extendió al soldado. Convencido este de que la chicha, a juzgar por la prueba, era buena, bebió también el fresco líquido y pasó el recipiente a otro de sus hombres. Y cuando ya habían bebido muchos, uno de ellos señalando a su jefe alarmó: ¡El mayor se desploma! ¿Qué pasa? ¡Maldición! clamo otro ¡La chicha está envenenada! Y mientras otros acudían a auxiliar a su jefe, ya otros se doblegaban preso de convulsiones, sonó una bala potente, certera, siniestra y Catalina Buendía que había resistido hasta ese instante de pie la cicuta mortal, rodo ensangrentada en el pedregoso suelo del lugar. Todavía, envenenada y baleada, de los labios morenos y empolvados podía escucharse entre cuajarones de sangre una frase hecha credo que decía ¡NO PASARAN! ¡NO PASARAN!
Esta hazaña es incomparable, digna de la mujer negra, Catalina Buendía de Pecho no claudicó de sus rebeldías ni depuso las armas ante el vencedor. Hizo algo más grandioso y más heroico: con el asta de nuestra propia bandera se atravesó el corazón y murió profiriendo palabras exaltadoras para nuestra patria y el pueblo iqueño ¡VIVA EL PERÚ!